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The Brutalist (2024). El insoportable peso de un ideal

Actualizado: 12 may

Por: Kléver Vásquez Vargas





Finalmente, llegué a ver The Brutalist (2024), dirigida por Brady Corbet y nominada a varios Óscares de la Academia. A estas alturas, ya estarán quitándola de cartelera, así que omito cualquier advertencia de spoiler y me sumo a las interpretaciones que la película incitó, sobre todo, porque uno de sus temas tratados incluye a la arquitectura.


Adrien Brody personifica a László Tóth, el arquitecto húngaro que migra a EE.UU. a finales de los años 40 del siglo pasado y, aunque el personaje es ficticio, algunos piensan que está basado en el arquitecto húngaro y profesor de la Bauhaus, László Moholy-Nagy, de quien Brady Corbet pudo haber obtenido nombre e inspiración como lo sugiere Ingrid Quintana[1]. Junto a él, muchos otros atravesaron el Atlántico escapando de los estragos del Holocausto nazi. Entre ellos, Walter Gropius y Mies van der Rohe, directores de esa escuela. También estudiantes y profesores como Marcel Breuer, otro arquitecto de la Bauhaus que después de la guerra trabajó en EE.UU. y cuyos diseños de sillas hechas de tubos cromados -esas que “parecen bicicletas”- asoman en la película. De hecho, muchas obras y arquitectos de la época se insinúan en el film nominado al Oscar, mostrando que el director se empapó de arquitectura y no solo de la Bauhaus, sino de varios referentes como Frank Lloyd Wright con las columnas de las oficinas Johnson, similares a las que aparecen en los bocetos y obra del protagonista o, Louis Kahn con la simetría, o celosía monumental del Instituto Salk, entre otros, que llegaron a concebir la arquitectura norteamericana. Arquitectura que recibe y propaga influencias del mundo entero, formando parte de ese constructo cultural e ideal llamado “sueño americano” siendo, por lo mismo, de naturaleza emigrante.


Los EE.UU. son esa nación que integra en su territorio las diferentes nacionalidades del mundo. Una nación ideal a la que nuestro protagonista, László Tóth, llega con la esperanza de rehacer su vida. Las primeras escenas del film lo muestran confundido entre una multitud amorfa que se desplaza a empujones por un espacio asfixiante y oscuro pugnando por salir, por alcanzar la luz. Ahí afuera está ella, la Libertad, la gran estatua símbolo de EE.UU., mirándolos desde arriba, vuelta de cabeza en lo alto. El contraste entre la oscuridad interior y la luz exterior de estas escenas nos anticipa el claroscuro emocional de un film dividido en dos partes. En ese sentido, la película trataría sobre la necesidad de desprenderse de una realidad, casi siempre dolorosa, con el fin de alcanzar un ideal; un alivio a ese dolor. La adicción del protagonista a la heroína dará cuenta de ello.

 

En EE.UU. Tóth ya no es el arquitecto moderno de la Bauhaus. El film nos dice que la arquitectura moderna como se la concibió en Europa ya no tiene cabida en América. Cuando se le encarga a Tóth la obra arquitectónica que sostendrá el resto del guión, se le indica construir cuatro edificios en uno solo; varias escenas insisten en esta agrupación; biblioteca, capilla, auditorio y gimnasio formarán un solo edificio. La obstinación por la unidad antes que por las partes pone de manifiesto la distancia que se marca con el origen cientificista de la arquitectura moderna, la cual dividía y clasificaba los espacios, zonificándolos de acuerdo a sus actividades y, así, el circular, habitar, recrearse y trabajar procuraban funcionar con la eficiencia de una máquina. Al contrario, el edificio de Tóth junta todos los espacios en uno solo, como invocando el ideal monoteísta del judaísmo. A fin de cuentas, son judíos los personajes del film y es judía la economía que agrupa a los Estados Unidos. Son nuevos tiempos y en el país de la libertad la fe se impone a la razón. En otro momento del film también se percibe la diferencia entre racionalismo y brutalismo. Cuando en una de las escenas festivas, László, mareado pero consiente orina en la tina del baño y no en el inodoro, se comprende que ha quedado atrás el funcionalismo ortodoxo de la modernidad, y que ahora, la necesidad urgente de un cuerpo ocupa el lugar de la razón, pues, en el nuevo mundo los ideales no se alcanzan con reflexión serena, sino con voluntad decidida. La libertad no se negocia, se la conquista y dicha empresa justificará cualquier medio.

 

Así se forjó el temperamento de la norteamérica industrial, cuyos rasgos parecen encarnar la figura de Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), adinerado mecenas que encarga la obra y cambia la vida de Tóth en América. Van Buren es el personaje descendiente de inmigrantes, que con su esfuerzo y astucia había conquistado una posición de poder en la sociedad. Su temperamental aparición en escena muestra la intensidad de una sociedad efervescente. Es el patriarca que construyó una familia y forjó una nación; la encarnación misma del ideal norteamericano de los 50. Y, si en algún momento la película nos había llevado a verlos como iguales al arquitecto y al empresario, equiparando el talento creativo del uno con el poder adquisitivo del otro, esta ilusión se rompe cuando en una escena Van Buren lanza con desdén una moneda a László, quien debe recogerla del suelo bajo la mirada de muchos, pero sobre todo, de su esposa llegada de Europa, Erzsébet (Felicity Jones), quien con asombro entenderá que en la tierra de la libertad reina un solo dios de metal.

 

Sin embargo, es Van Buren tal vez, el único personaje capaz de apreciar y admirar el talento del arquitecto húngaro. Ambos comparten un genuino amor por la belleza; esta quizá, el ideal protagónico de la película. Si la libertad se usa como trasfondo del film, como ideal social de una nación; la belleza es el ideal que acompaña a los protagonistas y, en continuos destellos, salta al primer plano. Ambos persiguen el mismo fin o, por lo menos, ambos utilizarán el mismo medio para lograrlo: el edificio. La arquitectura buscará ser la manifestación de la belleza, esta condicionará toda forma, materialidad y actividad. Toneladas de hormigón armado para capturar un instante de luz perfecta. Este ideal estético que durante la modernidad racionalista fue relegado a un segundo plano, pasa ahora a ser protagonista del ideal norteamericano. La simetría axial del edificio no es casual y su pesada maqueta es llevada en hombros de escena en escena. Se trata pues, del renacer de la belleza clásica y, en ese sentido, el mecenas y el artista solo podían encontrarse a solas donde empezó todo, en la región de Toscana, Italia, en la tierra del Renacimiento. Allí, donde se talló “el núcleo duro de la belleza”. El contraste monumental de las canteras de Carrara; el blanco mármol y la oscuridad de sus cuevas, juntará a los dos hombres en su unión más dramática. Van Buren roza el éxtasis en contacto con el mármol, pero él no es un creador, su sensibilidad hacia lo bello solo hace patente su carencia y, por ende, su frustración. “¿Crees que flotas directamente encima de todos, porque eres hermoso; eres educado?” le recrimina Van Buren a László mientras lo sodomiza. Las manos del artista se contorcionan inútiles. “Eres un vagabundo, eres la dama de la noche” insiste Van Buren, pero, su violencia no es prueba de su poder, sino, de la máxima impotencia, la de quien nunca podrá alcanzar la belleza.

 

La impotencia cruza el film como un sutil velo que se insinúa en varias escenas. Una de las primeras acciones de Tóth en América fue dejar un prostíbulo sin poder satisfacerse. Se sabe feo y rechaza la imperfección de la carne. El enfrentamiento surge en la intimidad. El film lo presenta sin hijos; en cambio, está Zsófia (Raffey Cassidy), su sobrina, a quien no se la escucha hablar, excepto cuando decide abandonar los EE.UU. El guion deja bien claro que ella es sabia como indica su etimología, tan solo parece que, la sabiduría no tiene nada que decir en América. Tampoco tiene nada que hacer allí la justicia; Erzsébet, La esposa de László Tóth, periodista y estudiosa de las letras, con el afán de hacer justicia a su marido, enfrenta a Van Buren y devela su vergonzosa verdad. El origen ideal del padre se desmorona ante la incómoda revelación. Pero ella no puede caminar; la verdad se arrastra impotente en la casa del patriarca. Se impide a la periodista desenmascarar al padre, y la justicia no llega muy lejos en el país de la libertad.

 

Sin embargo, Van Buren huye de la vergüenza y su cuerpo se pierde en el blanco mármol de su “sueño americano”. Desaparece en las frías entrañas de la obra que mandó a construir. Muere en las angostas y elevadas habitaciones de un edificio que Erzsébet calificó como “inusual, incluso para László”, porque en América, los ideales aprisionan a los cuerpos que se creen libres; el justo reverso de cualquier campo de concentración, donde desaparecieron miles de cuerpos por el ideal de otros. Así, parecería que los cuerpos deben ser sacrificados en nombre de los ideales.


Es así como la película de Corbet parece reivindicar el viejo ideal de la obra artística como finalidad trascendente que estaría por encima de los procesos, gestiones y vivencias que la llevan a cabo, justamente lo contrario a las estéticas contemporáneas, para las cuales la belleza o la obra no es el dios último, sino uno de los tantos profetas falsos que anuncian la llegada. Años más tarde y lejos de América, la obra de László Tóth es reconocida mundialmente y, aunque él ya no puede caminar ni hablar, su obra es bella y ese velo aplasta toda cicatriz de realidad. “Es el destino, no el viaje”, concluye en público Zsófia, su sobrina.


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