El servicio público de Wim Wenders
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- 6 sept
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Por: Kléver Vásquez

Recuerdo que, en medio de una tertulia con un par de colegas y entre cervezas, refiriéndonos a la Bienal de Arquitectura de Quito, alguno de ellos comentó: “los jurados premian sólo proyectos que no tienen baños.” El comentario nos causó gracia, no sólo porque ese era su propósito, sino porque obviamente, se trataba de una exageración con dosis de mala intención. Sin embargo, se nos vino a la memoria que, en efecto, hay ciertos proyectos ganadores que no necesitaron diseñar sus baterías sanitarias para hacerse de algún galardón en la bienal.
Después de todo, los baños no son los espacios más fotogénicos que un proyecto pueda ofrecer, y ya sabemos que los proyectos que convencen a un cliente o, en el caso de la bienal, a un jurado, son aquellos que saben vender sus intenciones, y mejor si estas intenciones promueven una conciencia elevada, aquella desprendida de toda impureza mundana. Se trata de idealizar al objeto y, para ello, nada mejor que un paisaje con puesta de sol acompañado de una comunidad en estado puro. El “buen salvaje” y la naturaleza en perfecta armonía con el edificio; fórmula ganadora que resume en sus pulcras imágenes toda pretensión altruista de sustentabilidad, inclusión o identidad del lugar. Se oculta de esa manera, todo lo inadmisible, aquello que preferimos evitar o hacernos de la vista gorda; es decir, todo aquello que nos recordaría lo inaceptable de la Creación, como lo escatológico, por ejemplo. Porque, como ya lo mencionó Milan Kundera en una de sus novelas, “La mierda es un problema teológico más complejo que el mal. (…). Pero el único responsable de la mierda es aquel que creó al hombre.”[1] De ahí que, a esas prácticas de ocultamiento estético, Kundera mismo las relacione con el sentido originario del Kitsch, ya que “en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.”[2] Y, quizá por ello, se aconseje mantener cerrada la puerta de baño o, dicho de otra forma, lo kitsch en la arquitectura no requiere de servicios higiénicos cuando busca presumir su bondadosa caridad.


Lo cierto es que esa anécdota de bar me trajo a la memoria una película japonesa: “Perfect Days” (2023), dirigida por el director alemán Wim Wenders y ganadora del premio del jurado en Cannes. El protagonista, Hirayama (Kōji Yakusho), sensible aficionado a las plantas, la fotografía y a la lectura de cuentos de William Faulkner y Patricia Highsmith, lleva una vida tranquila y satisfecha. En una de las escenas, al frente de su casa se estaciona una limusina de la cual baja su hermana y, solo con ese gesto podemos percatamos de la acomodada cuna de la cual proviene Hirayama. Sin embargo, él vive solo y apartado de todo lujo y toda vida social accesoria por lo que casi nunca se lo escucha pronunciar palabra. Mantiene su monótona, silenciosa y modesta vida dedicada al cuidado de sus plantas y sus aficiones estéticas así como a su trabajo, al cual le entrega una especial dedicación y por el que nos resultaría imposible habernos percatado de su aristocrática procedencia pues, ese apreciado trabajo consiste en limpiar baños públicos.


Entendemos que ninguna causa de fuerza mayor lo obligó a realizar dicho trabajo. Sin darnos explicaciones, la película sabe decirnos que fue por decisión propia, la misma que ocasionó la ruptura con su familia a la cual ya no frecuenta. A Hirayama lo vemos sereno haciendo lo que quiere hacer. Todos los días, conduce al trabajo mientras escucha la música de sus viejos casetes. Patti Smith, Lou Reed, The Roling Stones, entre otros, acompañan su recorrido de sanitario en sanitario por algún sector de Tokio.

Cuando vi la película me llamó la atención el repertorio de baterías sanitarias que surgen en las diferentes locaciones donde se desarrolla el film. Era evidente que sus construcciones estaban hechas para durar y servir el mayor tiempo posible. La Nippon Foundation lanzó su idea (2020) invitando a los mejores diseñadores locales entre los que se encuentran Shigeru Ban, Tadao Ando, Kengo Kuma, Fumihiko Maki, Toyo Ito, entre otros y, junto a la administración del distrito de Shibuya entendieron la importancia de la arquitectura en cuanto obra pública de la ciudad. Esto es lo que me llamó la atención, la arquitectura al servicio público, entendiendo que su implantación en la ciudad no incide únicamente en su lote o en la satisfacción de sus propietarios, sino en su entorno como hecho social. Además que, como equipamiento urbano, el baño público no es cualquier objeto colocado o levantado casualmente, sino, un dispositivo anclado a una red de infraestructura urbana que la sostiene, dando cuenta de una sociedad organizada que, a través de sus técnicos y representantes, planificó previamente su posible ubicación.




Así mismo, esta arquitectura puede servir a la ciudad cuando va de la mano de quienes trabajan para su mantenimiento; requiere de quienes la cuiden durante su vida útil, por tanto, de quienes estando a su servicio, devienen en servidores públicos; solo así puede mantenerse y servir de la mejor manera. La película no menciona la relación de Hirayama con la administración de Shibuya o con la Nippon Foundation —eso resulta irrelevante— pero, lo que sí nos dice es que alguien decidió poner en segundo plano su capital económico cuando se apartó de su acaudalada familia y, también nos dice que servir a los demás es actuar tras bastidores, dejando en segundo lugar su capital simbólico. Hirayama es un servidor público invisible que no busca ascenso económico o social sino repetir una y otra vez su sencilla y útil labor. Hay que imaginar a Sísifo feliz nos pediría Albert Camus recordando uno de sus ensayos...[3]

Por supuesto, se trata de ficción. Wim Wenders sabe alterar en grado mínimo lo cotidiano u ordinario para hacernos ver lo extraordinario, lo imposible. Y, es que, nos resultaría más familiar y nos haría menos ruido la historia de algún general gringo en retiro protegiéndonos de alguna invasión alienígena que imaginar a un servidor público contento con su trabajo. Menos aún en una sociedad como la nuestra, donde unos y otros nos especializamos en construir “andamios de gente para subir y caer”[4]. Obviamente es una generalización, no dudo que existan algunos Hirayamas por ahí, pero, no podemos negar que resulta difícil incluso imaginarlos; de ahí lo extraordinario de la película de Wenders.
Es así que, gracias a aquel encuentro con colegas y habiendo cortado el tema de la bienal con la misma urgencia con la que, luego de un par de cervezas, alguno se levanta al baño, podemos concluir que, mientras la arquitectura kitsch evita mostrar o diseñar sus baños para alardear de sus nobles anhelos en pos de reconocimiento, Hirayama renuncia a su linaje para sacar brillo a la arquitectura menos fotogénica y al trabajo menos deseado reivindicando de esa manera al servidor público, quien, al parecer y según la película, sólo podría ser alguien tan rico que lo tiene todo o, más bien alguien tan desprendido que nada necesite.
Referencias:
[1] Milan Kundera, "La insoportable levedad del ser". 1984/1993, p. 248
[2] Milan Kundera, "La insoportable levedad del ser". 1984/1993, p. 250
[3] Albert Camus, “El mito de Sísifo”. 1942
[4] Frase extraída de “Construcción”, canción original de Chico Buarque


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