Trabajo oculto y Performance. Realidad y virtuosismo en la arquitectura.
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- 16 ago
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Por: Jose María Echarte Ramos.
Hay pocas fotos de Le Corbusier trabajando.
O, en realidad, hay fotos de Le Corbusier en su estudio, manejando maquetas, mirando planos. La mayoría de sus imágenes, como ocurre con casi todo lo relacionado con el arquitecto suizo/francés (hasta en esto es elusivo) pertenece a la representación de una imagen calculada con precisión. La vida que se muestra al exterior, en este caso la propia, no deja de ser otro proyecto de arquitectura[1].
En general, las imágenes de los arquitectos y arquitectas, especialmente aquellas que pueden controlar, suelen ser representaciones tremendamente impostadas. Incluso cuando el entorno en el que se toman es el del estudio, el del taller o el lugar de trabajo, algo en la imagen suele revelar que todo ha sido perfectamente preparado y orquestado.
De entre las imágenes que recopilé sobre este tema entre 2014 y 2023 como parte de la investigación de mi tesis doctoral hay dos especialmente significativas. La primera muestra al arquitecto español Javier Carvajal, en aquel entonces el catedrático más joven de España, con tan solo 29 años, y uno de los arquitectos más prolíficos (y también mejor conectados[2]) de la España del desarrollismo.

Carvajal no está cómodo. No puede estarlo, pero la composición es impecable. Dinámica. La mesa y la pierna que se lanza hacia atrás forman una A perfecta con el encuadre. La pierna y el cuerpo de nuestro protagonista una diagonal que lo estructura todo. El lápiz en la mano, el plano en la mesa, la mirada concentrada. La pose de un joven arquitecto, enérgico, cuyos proyectos eran premiados y alcanzaban reconocimiento nacional e internacional.
La otra, por contraste, es algo más mundana. Se trata de Albert Kahn (como el profesor Antonio Miranda le llamaba, «De los dos Kahn, el bueno»). Es mayor que Carvajal en la imagen, está sentado —la mesa parece cómoda— arremangado, un metro en su mano izquierda, un lápiz (parece un Blackwing de Palomino) y un papel en la otra, pasando planos. Al fondo un catálogo. La diferencia con la primera fotografía es clara. Quizá tenga que ver —o quizá no, pero la conjetura es plausible— con que Kahn, el bueno, sea por regla general un desconocido a pesar de su extensa trayectoria y de la altísima calidad de muchas de sus obras.

Esta representación de los arquitectos trabajando o, mejor dicho, interpretando el trabajo, la de Carvajal, la de Le Corbusier —incluso cuando se dedica a vandalizar la casa de Eileen Grey, la pose es evidente— tiene que ver con la forma en que el trabajo se comunica y, de la misma forma, con la manera en la que se entiende.
Si de trabajo hablamos, debemos recordar que Marx llamaba ‘trabajo improductivo’ a la mayoría del trabajo intelectual como el que los arquitectos y las arquitectas hacemos. La razón es que ese trabajo no se enfrentaba al capital en forma de salario sino en forma de honorarios, un término completamente distinto, y porque los trabajadores improductivos no son intercambiables, su fuerza de trabajo no puede ser sustituida pues están unidos a ella «como el caracol a su concha»[3].
Paolo Virno cuestiona la ‘improductividad’ de los trabajos intelectuales. Introduce una definición más precisa, la de «trabajos virtuosos»[4]. No atiende este calificativo a su calidad, sino a que, en su mayoría, son trabajos que se perfeccionan y se completan al interpretarse, en un acto breve, delante de una audiencia[5]. Virno entronca así con el concepto marxista del fetiche de la mercancía, esto es: las características de la mercancía se consideran unidas a aquella de forma natural, ocultando las relaciones económicas y laborales que la han producido. En este sentido, el trabajo virtuoso, completado (interpretado, en realidad) de forma pública y relativamente breve, oculta la mayoría del esfuerzo del que ese acto virtuoso es solo el final. El ejemplo de Virno es esclarecedor: un concierto de Glenn Gould tocando las variaciones Goldberg es una parte finalista pero menor de todo el ejercicio profesional del pianista. Todo el esfuerzo, toda la dedicación que le ha llevado hasta ese momento, se oculta.

La imagen de Gould, sentado al piano, en concierto, es tan solo una representación, como lo era la imagen de Carvajal en un escorzo imposible o las de Le Corbusier sosteniendo unas maquetas. Un instante orquestado y exhibido. El virtuosismo del trabajo produce aquí un efecto secundario: el de trasladar la imagen de una habilidad preternatural que pertenece de forma inseparable al sujeto —el propio Gould, en este caso, convertido en una commodity— como lo hacían las características a la mercancía fetichizada de Marx. Por lo que al público respecta, Gould, investido de una habilidad sobrenatural, ha tocado esa pieza ante ellos de forma perfecta por primera y única vez.
Es evidente que esta percepción esconde y a la vez minusvalora el esfuerzo, pues lo transforma casi en una condición genética previa. Llámese esta creatividad, genialidad o don, el trabajo virtuoso se percibe como una condición endentada en el trabajador que, habiéndola recibido, solo tiene que desplegarla.
Para quienes formamos a los futuros arquitectos y arquitectas, especialmente para quienes desarrollamos nuestra docencia en las áreas de proyectos arquitectónicos, esta idealización virtuosista de lo creativo es, sin duda, un problema. Lo es también que nuestra dinámica docente haya consistido muchos años, tal vez demasiados, en fomentar un proceso resultadista que tendía a equipararse a un concurso de arquitectura[6]. Lo cierto es que la creatividad se entrena, que el trabajo es fundamental y que el proceso es lo importante porque de él depende el resultado.
Existe además una cuestión añadida. Como bien señalan los Wittkower en su texto sobre el comportamiento saturnal de los artistas[7], la simplificación del trabajo, convertido en una cuestión que depende (y dimana) de los dones y la inspiración conduce a una percepción del esfuerzo de naturaleza cambiante, sacrificada, poco controlable y, por emplear el término contemporáneo, tóxica. Lo temperamental impide una organización racional del trabajo que es fundamental para que no se produzca el peor de los males posibles: la identificación absoluta entre lo productivo y lo reproductivo a través de la que un fallo en lo laboral se convierta en un problema vital. En otras palabras: nuestros alumnos y alumnas no pueden depender de la inspiración sino del trabajo. Su postura, permítaseme la metáfora, no puede ser el escorzo impostado de Carvajal (por atractivo que parezca) sino las mangas enrolladas y el catálogo de Kahn.
Se trata, concluyo, de mostrar a los arquitectos y las arquitectas trabajando. De no ocultar esta realidad. De transmitir al alumnado que, como bien señalaba Picasso, el reparto de la actividad es «un 1% inspiración y un 99% transpiración». Al hacerlo, quizá, —y esta es la ventaja final para la profesión— asumiremos que el trabajo no es el resultado inherente de una condición genética sino un esfuerzo laboral que, como tal, debe remunerarse.

Hay unas imágenes de Le Corbusier con Picasso. Están tomadas en la Unidad de Habitación de Marsella en 1956[8]. No hay posados en este caso y estoy seguro de que el arquitecto no le está contando al pintor que todo fue fruto de la inspiración. Picasso no se lo habría creído y nosotros deberíamos, urgentemente, dejar de hacerlo.
Referencias:
[1] A este respecto el texto de Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez Vidas construidas resulta una lectura obligatoria para entender que, en muchos casos, la obra más compleja de muchos arquitectos (el masculino no es aquí genérico) es su propia biografía. Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez Marcos, Vidas construidas: biografías de arquitectos (GG, Editorial Gustavo Gili, 2015).
[2] Carvajal era el marido de Blanca García-Valdecasas y Andrada-Vanderwilde, hija del catedrático de derecho Alfonso García-Valdecasas y García-Valdecasas, uno de los fundadores de Falange, el partido de ideología fascista que dio soporte al régimen dictatorial de Francisco Franco.
[3] El propio Marx apunta a que un aumento de, por ejemplo, cantantes de ópera, podría llevar a cambiar esta situación y que aquellos pasaran de cobrar honorarios a cobrar un salario. En el caso de los arquitectos, el término ‘honorarios’ (ad honorem) entronca con la descripción de Vitruvio quien señala que la recepción de honores es la única forma digna en la que los arquitectos deben ver reconocido su trabajo.
[4] Paolo Virno, Gramática de la multitud: para un análisis de las formas de vida contemporáneas (Traficantes de Sueños, 2003).
[5] El término ‘audiencia’ debe entenderse de forma amplia, como debe hacerlo el término ‘breve’. Caben aquí los lectores de una novela que se presenta acabada al público, los comensales de una cena que disfrutan de un plato cuya preparación ha sido prolongada e involucrado diferentes saberes y procesos y, también, los usuarios que acceden a un edificio por primera vez o que lo aprecian en una fotografía.
[6] No existe quizá proceso más virtuoso que este. El jurado se enfrenta a unos paneles, el mismo número para todos los concursantes, y el anonimato oculta cualquier otra circunstancia.
[7] Rudolf Wittkower y Margot Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno: genio y temperamento de los artistas desde la antigüedad hasta la revolución francesa (Ediciones Catedra, 2017).
[8] No está muy claro si fue Picasso quien quiso visitar la Unidad o si fue Le Corbusier quien invitó a una serie de personalidades entre las que se encontraban Edith Piaf, Malraux, Sartre etc. A este respecto, recomiendo la lectura de la historia narrada por José Ramón Hernández Correa aquí: https://arquitectamoslocos.blogspot.com/2018/01/el-despechugue.html
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