Sobre la “buena arquitectura”, Emilia Pérez y el traje nuevo del emperador
- FAU-NO editores

- 29 mar
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Por: Ingrid Quintana-Guerrero
Primer comentario impopular: soy amante de la baja cultura, de ese compendio de contenidos banales que lxs arquitectxs por lo general miramos con desdén porque, desde el momento en el que ponemos un pie en la facultad de arquitectura, se nos presentó como indigno de nuestro “buen gusto”. Recuerdo que, cuando cursaba séptimo semestre, uno de mis profesores de proyecto se enorgullecía de que la mayoría de sus estudiantes de la costa Caribe colombiana salieran odiando al vallenato (creo que en América Latina ya no es necesario explicar este género musical) al graduarse como arquitectos, y amando a Johann Sebastian Bach. Yo sufrí el proceso inverso: entré amando a Bach (me eduqué en un colegio europeo donde se cultivaba la apreciación de compositores clásicos y barrocos) y, sin odiarlo, mi paso por la universidad y la docencia me ha hecho apreciar cada día más el vallenato, la salsa y – quien lo creyera – ¡hasta el reggaetón! Mi playlist de Spotify es un popurrí tan variado como el de mis plataformas de streaming porque el enseñar sobre entornos culturales me ha hecho valorar todo tipo de manifestaciones que nos permiten entender los códigos a través de los cuales se consigna el sentir de un pueblo en un dado momento histórico y, por qué no, que nos permiten conectar de manera más directa con las nuevas generaciones.
Junto con la docencia, parte de mi formación y práctica profesional se han centrado en la crítica arquitectónica, una labor difícil no solo porque siempre es más fácil “criticar los toros desde la barrera”, sino porque para muchxs resulta irrelevante. Sin embargo, quizás de una manera mucho más incisiva que lo que percibimos, la crítica de arquitectura tiene un impacto tremendo en los consensos disciplinares y en la construcción del discurso que sustenta argumentalmente nuestra práctica creativa espacial. No pretendo exponer en este breve texto los espacios en los que hoy por hoy se da esa crítica (y que pasan por las redes sociales, los concursos, las bienales y, en mucha menor medida que hace unas décadas, por la prensa), sino hacer catarsis de una serie de caldeadas reflexiones que al respecto generó en mi mente una polémica mediática alrededor de una película sin mayor interés, que fue tendencia hace algunas semanas y que nos habla sobre cómo la cultura popular puede ser también instrumentalizada a favor del adoctrinamiento intelectual que amenaza a la arquitectura.
Antes de la ceremonia de los premios Oscar de la Academia, el pasado 2 de marzo (en la que sorpresivamente arrasó una película por fuera de las cábalas de “expertos” y apostadores), la atención del showbiz estaba concentrada en la campaña de desprestigio alrededor de Emilia Pérez, detonada por las desafortunadas declaraciones de su director Jacques Audiard sobre la cultura mexicana y la lengua castellana y por el historial de comentarios sin corrección política de su actriz protagónica, Karla Sofía Gascón, y que contrastan con el supuesto mensaje central de la cinta. Antes de que las unas y las otras salieran a la luz, desatando la ira de cibernautas de toda Latinoamérica (dentro de lxs que me incluyo, lo confieso), existía una recepción generalizada muy positiva acerca del musical escrito y rodado en Francia, amparada en la voz que dio a la comunidad LGTBIQ+, a las mujeres víctimas de violencia doméstica y al flagelo del narcotráfico en México. Su camino al Oscar como mejor película extranjera solo se vio truncado por la estrategia de difamación en redes sociales, accionada principalmente por cibernautas mexicanxs y brasileñxs. No soy crítica de cine, pero, si me lo preguntan, esa campaña era innecesaria porque Emilia Pérez se cae de su peso: no es un musical de calidad, posee problemas argumentales grandes en los que se mezclan problemáticas sociales muy distintas, se les enfrenta de manera inverosímil y se plantea el cambio de genitales (no de género, porque este proceso no se desarrolla) como un camino fácil hacia la redención de las peores barbaridades. Eso sin contar con el pobre español (muy poco mexicano) de algunas de sus actrices…
Mi algoritmo reconoció que el tema me consumía en mis escasos ratos de ocio y por ello me arrojó un video muy lúcido y coloquial de un periodista mexicano en su canal sobre cine. Lo vi porque su título me llamó “Si no te gustó, es porque no sabes de ‘buen cine’” (llegué a pensar que ese era mi problema con la película, y quizás con la arquitectura; que soy muy básica…). El periodista expuso que los críticos de cine especializados ampararon su dictamen sobre Emilia Pérez en una serie de criterios estrafalarios que acabaron no abordando la película propiamente dicha sino celebrando su filiación al movimiento woke, su supuesta sensibilidad con la cultura mexicana (a la que caricaturizó con lenguaje vulgar y estereotipos) y por incluir un elenco diverso, aún a costa de la calidad actoral de la cinta. Esto con el fin de sensibilizar al círculo hollywoodense de los males del “tercer mundo” y expiar sus culpas. Como en el cuento El Traje Nuevo del Emperador, en el que nadie tuvo el coraje de decir al monarca que estaba desnudo, muchos terminaron sumándose a la crítica positiva por miedo a ser señalados por pensar fuera de lo políticamente correcto, sin nunca haber sido capaces de encontrar las tales virtudes de la cinta. Por fortuna, “el buen cine es cómo el buen café o el buen vino; el mejor es el que tú disfrutas, por que lo compartes con alguien”, concluye en su video el periodista.
Para nadie es un secreto que Hollywood se ha convertido en una plataforma política con una agenda muy clara, alentada por el comienzo del segundo mandato de Donald Trump. Yo no censuro esa agenda, de la que comparto muchas causas; no obstante, intento dilucidar cómo ciertos productos culturales (así tengan vocación comercial), en su afán por visibilizar causas nobles, terminan imponiendo una postura radical sobre temas complejos, desconociendo los otros matices que adquieren en geografías más allá de la estadounidense. Segundo comentario impopular: en la agenda académica, este fenómeno es palpable mediante la apropiación cultural y el tokenismo que constituyen las versiones más antipáticas de la descolonización: un debate necesario pero aplanado por la industria del paper, la cual nos ha brindado hilarantes títulos que parecen resultado de una receta de cocina y en los que no faltan los términos de moda: “Queering and Resiliency. Deconstructing the decolonial From the Global South” (es un título ficticio pero he visto muchos parecidos en conferencias de diferentes áreas del conocimiento).
Tercer (y último) comentario impopular: la crítica (y la autocrítica) arquitectónica tendría que ser el antídoto al adoctrinamiento discursivo que se nos impone desde los grandes centros de pensamiento del mundo, alineados con las agendas del “Norte Global” (cabe aclarar que tanto Sur como Norte Global son términos con los que no congenio) y no el mecanismo para imponernos lo que es correcto, desde el color de la ropa que tendríamos que vestir (al respecto de lo cual ya ha escrito Cordula Rau) hasta las prácticas arquitectónicas y estéticas que validamos como deseables, aún cuando a veces la ética de nuestra profesión se vea comprometida. La buena arquitectura, como el buen cine o como la buena música, no debería ser la etiqueta resultante de un pasivo consenso sino la denominación derivada de un examen singular a partir de lo que consideramos bello (en mi caso, el cine de Henckel von Donnersmarck o el Stabat Mater de Pergolesi; las telenovelas colombianas de los años 90 o los vallenatos de Diomedes Díaz); de lo que valoramos como justo y adecuado para quien va a compartir en los lugares que dicha arquitectura provee; aquello que alimenta sus vidas cotidianas – por sencillas que nos parezcan – y no la retórica de quien las construye (normalmente ajustada a una noción de gusto formada desde el privilegio), aun cuando eso implique decirle a algunxs emperadores de nuestro imperio arquitectónico que su traje nuevo no existe.

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