La mirada proyectante: legado y aprendizajes del viaje en la formación arquitectónica
- FAU-NO editores

- 19 jul
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Por: Andrea Salazar

Al concluir los estudios de arquitectura, es habitual que muchos jóvenes profesionales se enfrenten a una sensación de vacío e incertidumbre. Las decisiones, tradicionalmente, se orientan hacia la continuación de estudios de posgrado o la inserción en el campo laboral, pero rara vez se cuestiona críticamente la pertinencia del conocimiento adquirido o se contempla la necesidad de una formación complementaria autodirigida que permita contrastar, enriquecer o incluso desaprender lo aprendido. Esta omisión contrasta con una práctica histórica en el ámbito del arte y arquitectura que reconoció en el viaje la culminación del proceso formativo: el Grand Tour. Lejos de constituir una anécdota del pasado, este modelo de formación autónoma y experiencial ha constituido, en distintas épocas, piedra angular en el desarrollo intelectual de arquitectos que han transformado el rumbo de la disciplina. Este ensayo reivindica el viaje —cultural, introspectivo y reflexivo— como instrumento formativo indispensable, equivalente en rigor y profundidad a los estudios académicos o a la práctica profesional.
El Grand Tour, práctica iniciada en el siglo XVII, consistía en un extenso recorrido a través de los centros culturales de Europa, con el propósito de establecer un contacto directo con las fuentes vivas del arte y la arquitectura. Si bien Francia e Italia constituían el núcleo de estos recorridos, a partir del siglo XIX se ampliaron las rutas a todo el mundo. Los viajeros se acompañaban de guías como las de Karl Baedeker, los tratados de Johann Joachim Winckelmann, los relatos de Johann Wolfgang von Goethe, así como las obras de Palladio y Ruskin, entre otros, que ofrecían marcos técnicos y hermenéuticos para orientar la observación hacia lo clásico.[i]
El viaje no fue solo una herramienta formativa para los jóvenes, sino también un recurso fundamental para pensadores consolidados. John Ruskin sostuvo que la experiencia directa es insustituible en el aprendizaje estético.[ii] En The Stones of Venice, sus recorridos devinieron en una reflexión crítica sobre los valores culturales y éticos de la arquitectura.[iii] Sir John Soane, al igual que Ruskin, consideraba que la educación sin viaje era incompleta; su colección de dibujos, fragmentos y objetos del pasado da cuenta de su convicción del conocimiento como resultado de la experiencia directa.
Esta noción se prolonga en arquitectos modernos y contemporáneos: Le Corbusier, en sus Carnets de Voyage, condensó intuiciones proyectuales fundamentales; Louis Kahn, entendió la ruina como revelación de orden; Frank Lloyd Wright, inmerso en la cultura japonesa, tradujo en su arquitectura la noción de ritmo y la integración con el paisaje; Tadao Ando reconoció en sus recorridos silenciosos por Europa la génesis de su sensibilidad hacia la luz, el vacío y la materia. Charles Rennie Mackintosh, Carlo Scarpa y Aldo Rossi, entre otros, incorporaron a través del viaje una conciencia de lo urbano, lo atmosférico y lo inmaterial. En todos los casos, el viaje no fue turismo ilustrado, sino instancia fundacional del pensamiento proyectual.
El valor del viaje reside en su capacidad para constituirse en herramienta de pensamiento proyectual. Como advirtió Plinio el Viejo en su Historia Naturalis: “la mente es el verdadero instrumento de la visión y la observación, y los ojos sirven como una especie de vasija que recibe y transmite la porción visible de la conciencia”.[iv] En esta frase se condensa una de las claves del aprendizaje visual: mirar es pensar, y lo que percibimos modifica nuestra conciencia, no como un espejo, sino como una alquimia. El ojo es receptáculo, pero también catalizador. Ver, en este contexto es interpretar, leer la materia como idea, reconocer en lo tangible los trazos de lo proyectable. El arquitecto que viaja no solo observa edificios: activa una traducción entre lo real y lo imaginado, entre la experiencia y la forma. El espacio, en tanto vivido y medido, se convierte en archivo desde el cual proyectar.
Este proceso encuentra una de sus manifestaciones más potentes en el dibujo de viaje. Más allá del registro, el croquis se convierte en acto de pensamiento a través de la mano. Como expresó Louis Kahn: “Intento desarrollar una composición y hago que todos los dibujos tengan para mí tanto valor como si surgieran de un problema de diseño. Hacer un dibujo de esta clase requiere, por supuesto, la elaboración de muchas impresiones y apuntes”.[v] Por su parte, Le Corbusier, enfrentado a la imposibilidad de fijar lo vivido, confesó: “Las bellezas desaparecerán en mi pluma como asesinatos reiterados…”.[vi] Estas palabras revelan tanto la angustia de la representación como la intensidad del esfuerzo por traducir lo sensible a forma proyectual.
El dibujo de viaje no es, por tanto, documento pasivo, sino acto consciente. Representar es reinterpretar lo visto, transformar la experiencia en pensamiento. Al igual que los pintores chinos, que ignoraban las reglas de la perspectiva occidental, el arquitecto que dibuja durante el viaje no debería buscar fidelidad óptica, sino profundidad fenomenológica. En este sentido, el croquis se convierte en una especie de espejo invertido: devuelve al arquitecto una mirada sobre su propia mirada.
En un tiempo marcado por la imagen digital y la inmediatez, reivindicar el viaje como herramienta de conocimiento es también una apuesta por una pedagogía extendida: lenta, experiencial, abierta a lo inesperado. No se trata de replicar los largos periplos de siglos anteriores, ni de restringir el valor del viaje a destinos europeos o consagrados. Lo fundamental no es la distancia, sino la agudeza con que se ejerce la observación y la capacidad de discernir aquello que posee pertinencia disciplinar. Así, cada desplazamiento —largo o corto— puede convertirse en una oportunidad para cuestionar, traducir e imaginar.
El momento del egreso ha sido, en distintas épocas, un umbral cargado de preguntas y vacilaciones. Lejos de ser un signo de debilidad, esa incertidumbre puede convertirse en un punto de partida. Viajar es asumir el proceso formativo como una responsabilidad personal, prolongarlo en otros lenguajes y escenarios. Como escribió Marcel Proust: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”[vii]. En arquitectura, aprender a mirar de nuevo es aprender a proyectar con mayor conciencia. Ver —de verdad— es el primer acto de proyectar.
[i] Johann Joachim Winckelmann, History of the Art of Antiquity (1764); Karl Baedeker, Handbook for Travellers (varias ediciones desde 1846); Johann Wolfgang von Goethe, Italian Journey (1816).
[ii] John Ruskin, The Seven Lamps of Architecture (London: Smith, Elder and Co., 1849).
[iii] John Ruskin, The Stones of Venice (London: Smith, Elder and Co., 1853).
[iv] Plinio el Viejo, Historia naturalis, ed. y trad. José Ramón Bravo (Madrid: Gredos, 1990), libro XXXVI.
[v] Louis Kahn, “The Value and Aim in Sketching,” T-Square Club Journal of Philadelphia 6 (mayo de 1931): 19
[vi] Le Corbusier, Carnet de Voyage, citado en Ricardo Daza, Tras el viaje de Oriente: Charles-Édouard Jeanneret – Le Corbusier (Madrid: Lampreave, 2014)
[vii] Marcel Proust, Le temps retrouvé (Paris: Gallimard, 1927).
Imágenes:
Le Corbusier — Fondation Le Corbusier, FLC L4-19-63
Frank Lloyd Wright — Frank Lloyd Wright Quarterly, Vol. 6 No. 2, Spring 1995
Louis Kahn — Architectural Archives of the University of Pennsylvania, LIK 030.II.A.61.1
Aldo Rossi — Collection Centre Canadien d'Architecture, PH1996:0052
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