LA LEGIÓN EXTRANJERA DEL LENGUAJE
- FAU-NO editores

- 30 ago
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«la palabra, como la línea, es un material de construcción.
La escritura y el dibujo, son técnicas constructivas: estados de arquitectura» (PARRA BAÑÓN, 1999).
¿Qué le ocurre a la escritura si le sustraemos la estructura (características estructurales saussureanas) del lenguaje?
Si liberamos la escritura de la linealidad, como condición, por ejemplo, se esparcirá por la página beneficiándose de las dos dimensiones del plano. Si le extirpamos la discrecionalidad de los signos, las palabras y frases se harán continuas, incorporándose –además– diferentes inflexiones de intensidad en el trazo, como ocurre en la manuscritura.
Si le sustraemos la convención, se desarmarán las palabras y frases, es decir, se deconstruyen los vocablos, los étimos y las «formas bien formadas» propias del lenguaje, incluyendo el desmontado de la gramática, la sintaxis, etc. hasta que aparezca el material base que las construye: la línea, o –más aún, como se dijo antes–, aparece su primo cuasimodo[1], el trazo. En efecto, una vez desnuda la línea con las que se construyen letras, palabras y toda la filigrana paramétrica de la “catedral gótica” escritural; la línea es devuelta a su qualia de trazo libre, lúdico, jorobado y agreste.
Lo que le ocurre al texto, cuando es despojado de las reglas del habla que le tutela y subordina estructuralmente en la escritura, es que deviene (nuevamente) en dibujo. El dibujo es un a priori de la escritura, más brutal, más visceral, más intonso; una especie (manu)gráfica primaria (ex ante) a la que, además, se puede acceder desde la deconstrucción última de lo textual. Como reza una popular frase, atribuida a Phylicia Rashad, «antes de hablar, los niños cantan, antes de escribir, dibujan, apenas se paran, bailan»[2]. El nivel de formalización y la merma de libertad por convencionalización es el asunto aquí; por cierto, no solo en niños.
De ese modo, el dibujo es, respecto a la escritura, una substancia más simple, primaria y basal. En efecto, si bien para Borges leer «es una actividad posterior a la de escribir más resignada, más civil, más intelectual» (2011 [1935]), podemos considerar que dibujar es un acto aún más arcaico que escribir. En la misma dirección, Seguí de la Riva recuerda que Jacques Derrida «argumentaba que el ojo era ciego para el dibujar, inútil cuando se está dibujando. La visión opera después, cuando se ha dejado de dibujar y el dibujo, como la huella de diversos movimientos, se presenta como conjunto visible configurado […]. Luego se mira, se lee, a la espera de que la conformación tenga sentido» (SEGUÍ DE LA RIVA, 1997, pág. 15). De este modo, tanto la aseveración derridiana como la borgiana, coinciden en que «la visión revela lo que el tacto ya conoce» (PALLASMAA, 2009 [2012], pág. 44). Así, dibujar es –sin duda– una acción manugráfica, esencialmente, asentada en animalidad.
La escritura, desvestida del lenguaje, es reversada entonces en una especie gráfica primigenia más próxima a la acción; es devuelta a una danza manual que, untada de materia, deja huella (por proyección, sombra o fricción) sobre el plano al que se adscribe. Dibujar es la sombra fisical de la acción heredada a la materia. Asimismo, el dibujo (como objeto/registro/producto) no es la danza misma, la danza es el dibujar, como acto. El dibujo/objeto/producto es en cambio la proyección extracorpórea y parcial de la danza gráfica; su representación o huella parcial, cómo suele ser la representación: una acción venida a menos.
El dibujar puede inventar (o no) códigos in situ, mientras que, a la coreografía del lenguaje, perpetuamente ajena, siempre arribamos tarde. El amor humano al lenguaje –pleitesía, más bien– no es más que síndrome de Estocolmo, idolatría a nuestro captor. Ya lo adelantaba Hockett antaño, además, mostrando parte de la jaula que este conforma:
«Cuando una representación de un fragmento cuatridimensional de vida tiene que comprimirse en el espacio unidimensional del habla, la mayor parte de la iconicidad[3] se ve por fuerza excluida. En las proyecciones unidimensionales un elefante es indistinguible de una leñera. Inevitablemente, el habla es en gran parte arbitraria[4]; si nosotros los hablantes estamos orgullosos de ello es porque después de estar 50.000 años más o menos hablando hemos aprendido a hacer de la necesidad virtud» (HOCKETT, 1978, pág. 275).
Por todo lo anterior es que para Paul Klee «dibujar es sacar una línea de paseo» –quizá con correa– pero previo a inscribirla en las clases de modelaje forzado, preparatorias para la pasarela social o la parada militar; es decir, mucho, muchísimo antes de que se la enliste –por la fuerza del uso– en la legión extranjera del lenguaje.
Referencias:
CÁRCAMO PINO, M. A., & RAPOSO GRAU, J. F. (13 de Diciembre de 2022). Mano, maniera y manuaje en ‘Las Vidas’ de Giorgio Vasari. Escritura e Imagen, 18(1), 101-119. doi:https://doi.org/10.5209/esim.84836
SEGUÍ DE LA RIVA, F. J. (1997). El dibujo de lo que no se puede tocar. Madrid: (02-09-97)».
PALLASMAA, J. (2009 [2012]). La mano que Piensa: Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura. (Primera ed., Vol. 1). (M. PUENTE, Trad.) Barcelona, España: Editorial Gustavo Gili.
HOCKETT, C. F. (Winter de 1978). In search of love's brow. American Speech, 53(4), págs. 243-313. Recuperado el 16 de june de 2020, de http://www.jstor.org/stable/455140
STOKOE, W. C. (2004). El lenguaje en las manos. Por qué las señas precedieron al habla (Primera Edición ed., Vol. 1). (E. C. TAPIE ISOARD, Trad.) México, Distrito Federal, México: Fondo de Cultura Económica. Recuperado el 20 de enero de 2019
BORGES, J. L. (2011 [1935]). Historia universal de la infamia (Vol. 1). Buenos Aires, Capital Federal, Argentina: DeBolsillo.
PARRA BAÑÓN, J. J. (1999). Pensamiento arquitectónico en la obra de José Saramago. Universidad de Sevilla, Departamento de Expresión Gráfica Arquitectónica. Sevilla: Universidad de Sevilla.
Notas:
[1] Esto es un juego de palabras que alude, naturalmente, al nombre del jorobado de «Notre Dame» y su carácter a-morfo, in-formal, a-normal (es decir fuera de la norma y/o convención); pero también hace un guiño al “casi modo” del trazo, es decir, a su carácter pre modal primigenio, ese potencial de materia prima, previo a la manera, al modo, y al estilo. Al respecto, ver una discusión en «Mano, maniera y manuaje en ‘Las Vidas’ de Giorgio Vasari» (CÁRCAMO PINO & RAPOSO GRAU, 2022).
[2] La idea es profusamente atribuida a Phylicia Rashad, sin embargo, no pareciera haber una fuente disponible, en inglés o español, que ratifique eso fehacientemente.
En nuestro caso, ha sido citada aquí, más por la fuerza intrínseca de la idea que como cita de autoridad. Los créditos son entonces a quien corresponda su formulación.
[3] La llamada «Escala de iconicidad» de Abraham Moles (1973) está dividida en trece «grados de iconicidad», que van desde la máxima iconicidad (el propio objeto como cuerpo cierto (re)presentado); hasta aquellas imágenes de iconicidad nula (una descripción del objeto en palabras o fórmulas algebraicas, por ejemplo). Así, habrá mayor «grado de iconicidad» cuando la representación, sea más concreta, onomatopéyica, isomórfica, mimética, etc., es decir, cuando sea menos convencionalizada y/o tenga menor carga representacional (entendido en el sentido tradicional de la palabra «representación»). Por el contrario, habrá menor «grado de iconicidad» cuando la representación, sea más abstracta, más arbitraria, más sígnica, no onomatopéyica, no isomórfica o menos mimética, es decir, cuando sea más convencionalizada, o tenga mayor carga representacional (también dicho en el sentido tradicional de la palabra «representación»). En otras palabras, según Moles, una representación será más icónica cuando el overhead estructural que se “cobra” todo medio de representación por sustituir operativamente el objeto representado se acerca más a cero, y será menos icónica cuando tiende a infinito.
[4] Se refiere a la arbitrariedad del signo lingüístico establecida también por Ferdinand De Saussure en el «Curso de lingüística general» y que es característica clave para definir un código como lenguaje o no. Grosso modo, este principio señala que, en el lenguaje, no existe relación onomatopéyica, figural, o mímica directa e inferible, sin convención, entre significado (representación) y significante (cosa representada). Por ejemplo, la palabra «zapato» no tiene elemento alguno –en su forma o figura, escrita o sonora– que permita asociarla al objeto «zapato», salvo por una convención impuesta y/o convenida arbitrariamente por uso. De Saussure define esto como principio característico y distintivo del lenguaje. Por el contrario, «la “teoría de la onomatopéya” dice que la primera palabra para perro fue una imitación de su ladrido; mientras que la “teoría de la exhalación” dice que la palabra esfuerzo para levantar, [up] o algo similar, puede haber sido expresada no intencionalmente cuando los primeros homínidos parlantes se enfrentaban a levantar grandes pesos» (STOKOE, 2004, pág. 15). Así, si bien el lenguaje posee elementos onomatopéyicos (sobre todo en palabras de acción) es esencialmente arbitrario.
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